En momentos de crisis o de enfermedad, cuando sentimos que la vida se nos escapa de las manos, cuando todo lo que creíamos seguro se tambalea, aparece una pregunta tan vital como urgente: «¿para qué estoy acá?“.
A lo largo de mi vida, he acompañado a miles de personas que enfrentaban diagnósticos dolorosos o pérdidas irreparables. Y si hay algo que he aprendido en esa cercanía con el sufrimiento, es que no alcanza con querer vivir. Hace falta un para qué. Un sentido. Un propósito que nos vincule con algo más grande que nosotros mismos.
Ese propósito —único e intransferible— es una medicina poderosa. No solo para el alma: también para el cuerpo. La ciencia lo confirma. Estudios en las universidades más prestigiosas del mundo han demostrado que el bienestar que proviene del sentido —y no del simple placer o gratificación— tiene impacto directo en nuestras células, en nuestro sistema inmunológico, en la forma en que enfrentamos las adversidades. La felicidad que nace del servicio, de la creatividad o de una causa noble es capaz de modificar la biología humana.
En cambio, la búsqueda desenfrenada de placer inmediato, lejos de sanarnos, termina afectando nuestro cuerpo de formas que apenas empezamos a comprender. Como si el alma, al no encontrar su cauce, comenzara a golpear la puerta del cuerpo para ser escuchada.
¿Y si la salud también dependiera de encontrar un propósito vital?
No se trata de grandes gestas heroicas. A veces, el propósito puede ser tan simple como una sonrisa. Lo aprendí de María Lucía, una joven con un diagnóstico de ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica), que no podía mover los brazos ni las piernas, pero que decidió ofrecer su sonrisa en una esquina de Buenos Aires como acto de amor gratuito. “Yo todavía puedo sonreír”, dijo. Y así lo hizo durante meses.
Noemí, en cambio, eligió tejer sweaters para niños en situación de calle cuando supo que su tiempo se acortaba. “Transformo mi dolor en cada puntada”, decía. No lo hizo por reconocimiento, ni por consuelo. Lo hizo porque encontró en ese gesto una forma de dar sentido a lo que estaba viviendo.
Las investigaciones más recientes en neurociencia coinciden: hacer el bien —dar sin esperar— fortalece nuestras defensas, genera endorfinas, reduce la inflamación, alarga la vida. Incluso modifica la expresión genética de nuestras células.
Pero más allá de lo que digan los estudios, lo que más me conmueve es lo que ocurre en el alma de quien encuentra su propósito. Es como si toda su biología empezara a gritarle al universo: sí, quiero vivir. Aún en los momentos más dramáticos, ante el dolor más lacerante y aparentemente sin sentido, como puede ser la pérdida de un hijo, un propósito vital puede hacer vislumbrar un nuevo rumbo e iluminar el camino en medio de tanta oscuridad y desconsuelo.
En 1992, tras la visita de la doctora Kübler-Ross al país y sabiendo que yo había trabajado junto a ella, fui invitada por el grupo Renacer para dictar una conferencia sobre la vida, la muerte y la transición. Acepté sin saber lo que me esperaba. Me encontré frente a doscientos matrimonios provenientes de centros de autoayuda de padres, madres y abuelos que han perdido a sus hijos. Allí estaban, con la esperanza de que mis palabras mitigaran su dolor.
Si bien ya tenía suficiente experiencia como oradora, me quedé paralizada. Nunca había experimentado tanto dolor junto. ¿Qué podía decirles? Sólo pude iniciar mi disertación después de confesarles mis más profundos sentimientos y llorar junto a ellos. Entonces, algo pasó: juntos llegamos a la conclusión de que para transformar y transmutar un dolor tan grande es necesario encontrar un propósito, un proyecto cuyo amor sea proporcional a la magnitud del dolor experimentado.
Se organizaron para plantar semillas de servicio y honrar así a sus hijos que habían partido. El amor que ya no podían expresarles directamente en esta vida lo ofrecieron a diferentes sectores necesitados de nuestra comunidad.
Cuando el dolor nos atraviesa, cuando sentimos que no podemos más, el alma no pide explicaciones, pide dirección. Y esa dirección puede ser el amor convertido en acción.
Encontrar un propósito no evita el dolor, pero puede transformarlo. Lo resignifica. Lo vuelve fértil. Y a veces —muchas veces— le devuelve al alma las ganas de cantar.
La autora es directora de la Fundación Salud y autora de El nuevo laboratorio del alma, Editorial El Ateneo.