sábado, 8 febrero, 2025
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Mundos íntimos. De chica tuve un conejo que amaba. Desapareció: nunca supe si se murió o si mi abuelo se lo comió.

La seño de segundo grado, la señorita Liliana, tenía una voz grave, rulos quebradizos, y cuando alzaba la voz el cuello se le ponía todo colorado. Un día, antes de la hora de matemáticas, nos dijo que tenía un conejo para regalar a quien lo quisiese. ¡¿Quién lo quiere?!, gritó con el cuello en llamas y yo, como un resorte, estiré el brazo al techo y giré enseguida para ver a los perdedores de mis compañeros. Para mi sorpresa, sentados en sus bancos, soldaditos de plomo en silencio, nadie había alzado la mano y más bien me miraban como con pena y confusión.


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No sé por qué levanté la mano, si en casa no había mascotas, nadie hablaba de tener una, y la única relación que teníamos con los conejos era los domingos, cuando los comíamos al tuco si lo preparaba el nono, o al romero si cocinaba la abuela. Era riquísimo, pero ¿mascota?, eso jamás.

Esa tarde mamá pasó a buscarme al colegio en el Citroën 3CV descapotable, donde yo siempre viajaba parada, sacando medio cuerpo por el techo. Camino a casa, en un semáforo, aproveché la distancia entre sus manos —sujetadas al volante— y mi cara, para darle la feliz noticia de que íbamos a tener un conejo.


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En honor a la verdad, no recuerdo que ella se haya enojado o hecho un gran escándalo. Quizá, ahora que lo pienso, mamá empatizaba con esa Liliana, docente como ella, y que, por algún motivo, vaya a saber una cuál, tenía que deshacerse del conejo que quién sabe cómo había ido a parar a sus manos. Otra opción es que mamá no se haya enojado por tener en la cabeza otras cosas por las que preocuparse. Corrían los años 90 y Deutz, la fábrica donde trabajaba papá había comunicado una nueva ola de despidos. Sea por lo que fuese, mamá estaba de acuerdo con que tuviéramos un conejo en la familia, y en ese momento era lo único que me importaba.

Una vez en casa, papá, recién llegado del trabajo y todavía con el mameluco, dijo: ¿un conejo? ¿de mascota? ¿qué gracia tienen los conejos? ¿quién va a limpiar la caca del conejo? ¿quién le va a comprar la comida al conejo?, y más preguntas que respondí una a una, con la poca información que tenía: “los conejos son muy juguetones”, “los conejos no hacen tanta caca”, “no hace falta comprar comida especial porque los conejos comen casi lo mismo que nosotros”, “yo, por supuesto, me voy a ocupar de todo”.

Todos juntos. Vanesa Diambra, con el conejo, su hermana y, de pie. su mamá y los abuelos.

Mi hermana, dos años menor, dijo que ella también podía ayudar a cuidarlo y que, por favor, por favor, por favor, nos dejaran tenerlo porque ella siempre había querido uno, y ellos nunca hacían caso con las cosas que nosotras les pedíamos. Nos pusimos a enumerar: un acordeón, un yo-yo de madera hecho por mi papá en la fábrica, un revólver plateado de mango blanco con balines de goma, un karting verde militar, una pelopincho más grande, un…. Así fue como, al día siguiente, con el Citröen recién lavado y lustrado, mamá y yo fuimos a buscar el conejo a la casa de la seño Liliana, que nos lo entregó en una caja cerrada con un piolín.

El conejo era de un blanco inmaculado, muy asustadizo y tenía los ojos rosados, como de mucho llorar. Con mi hermana lo llamamos Rabbit y ahora nuestra mascota vivía en la terraza, junto al lavadero en el que podía dormir en las noches de frío o demasiado viento. También había ahí una parrilla, en la que Rabbit se escabullía apenas abríamos la puerta hasta que lo convencíamos de salir, ya sea al acercarle comida o al agarrarlo de las orejas, como la seño Liliana nos había explicado que debía sujetarse.

Los domingos lo llevábamos al terreno, en donde mis papás construían su casa propia —algo que harían por los siguientes trece años—, donde Rabbit podía moverse a sus anchas y comer del yuyo que crecía descontrolado. El nono, que le tenía un cariño especial, lo visitaba en la terraza todos los días, le llevaba manzana sin semillas, apio, espinaca, le compraba alimento balanceado en la veterinaria, y me decía y repetía que debíamos mantener el bebedero siempre limpio con agua fresca: “al coniglio sempre acqua pulita”.

Nostalgia. El jardín donde vivía la mascota de Vanesa Diambra (de naranja) y de su hermana.

Mi hermana y yo, que conocíamos su afición de meter en la cacerola todo lo que estuviese vivo, observábamos ese amor con desconfianza, y sufríamos en silencio, pero mis papás decían que cómo se nos ocurría algo semejante, que cómo íbamos a desconfiar así del nono, que encima lo cuidaba, y quién iba a ocuparse de darle de comer, de comprarle el alimento balanceado, y que nos dejáramos de hinchar los quinotos. Además, y para que lo entendiéramos de una buena vez, no era lo mismo un animal para comer que una mascota, y eso el nono lo entendía bien, no era que todavía estuviese en la guerra.

Rabbit parecía un conejo feliz, que siempre andaba a los saltos de acá para allá en la terraza o en el terreno, atento a cualquier mínimo ruido o movimiento alrededor, con esa mirada tierna y siempre al borde del ataque de pánico, entre los yuyos, con sus simpáticos dientitos delanteros con los que mordisqueaba la hierba áspera y seguro amarga, y esa pose tan de Rabbit cuando Rabbit largaba las pelotitas de caca en cualquier rincón, y que con mi hermana barríamos enseguida, antes de que papá se pusiera a gritar, mientras pateaba las pelotitas y decía que, de seguir así, sin nadie que fuese a juntar, se lo iba a regalar al primer ciruja que pasase.

A mí me gustaba tapar a Rabbit con una mantita de lana merino, darle agua en una mamadera de vidrio que había sido mía y después de mi hermana, y arrullarlo como a un bebé, algo que mamá me pedía por favor no hiciese porque la ropa se me llenaba de pelos blancos imposibles de sacar; además ¿no me daba cuenta de que cuanto más lo toqueteaba, más pelos se le salían al pobre de Rabbit y a ella le daba ataques de estornudos que ni el antihistamínico más potente ayudaba a calmar?

En cualquier caso, a Rabbit lo alzaba igual porque a veces era mi hijo, otras un sobrino preferido, y hasta ese hermanito varón que tanto tardaba en llegar. Debía protegerlo del frío, alimentarlo para que creciera fuerte y sano, y encargarme de que fuera feliz. ¿No es eso lo que hacen las madres, las tías, las hermanas mayores? Por eso las canciones de cuna inventadas, los mimitos en los mofletes, y las cuchas cada vez más abrigadas con trapos y mantas que robaba del placard de la abuela, que por suerte nunca se daba cuenta.

Rabbit no hacía más que saltar, comer, hacer caca en pelotitas y, al borde del infarto, dejar que lo hamacáramos. Nunca se quejaba de dolores de cuerpo, ni tenía problemas renales, ni se constipaba por no tomar agua, ni vomitaba la comida, ni lo preñaban, ni nada de lo que solía pasarle a la Pequi, la perra sonsa y fea de la vecina del terreno, que siempre tenía alguna nueva desgracia para contar. Rabbit, en cambio, gozaba de buena salud, no salía a la calle a buscar pelea o a embarazar conejas, y expulsaba esas pelotitas sin prisa y sin pausa, con una sana consistencia. Tal vez por eso yo nunca me había preocupado por su finitud. No me había detenido a pensar qué sería de mí el día que Rabbit no estuviese más, ni les había preguntado a mis papás o mis abuelos si eso siquiera era una posibilidad. Las mascotas y las personas, al menos en ese entonces, se les morían a otros.

Sin embargo, un buen día, al llegar de San Clemente del Tuyú, luego de unas largas y merecidas vacaciones, el nono nos dio la noticia de que, mientras nosotros estábamos en la playa, Rabbit había muerto. Dijo también que lo había enterrado en el terreno, su lugar preferido, en donde podría descansar en paz. Sobre esa misma tierra, siguió, había plantado semillas de tomate y radicheta.

No le creí. ¿Cómo era posible? ¿Una coincidencia? ¿Los conejos vivían tan poquito? ¿Así de poco? ¿De qué hablaban? Ni las palabras de mamá, ni de papá, ni de mi hermana —a la que habían convencido de que el nono no tenía la culpa— fueron suficientes para calmar mi desazón.

Esa noche, encerrada en mi cuarto, lloré largo rato con la almohada apretada contra la cara. Imaginaba a Rabbit tratando de huir, con esos ojos aterrados y sus tristes orejas caídas, preguntándose qué había hecho mal. Mi hermana, para tratar de calmarme, repetía las palabras de los adultos: “los conejos viven poco, qué se le va a hacer”, “tuvo la mejor vida posible”, “fue un conejo feliz”, y así. Yo no lo creía, no me importaba, mi desconcierto era absoluto, un abismo que se expandía en busca de respuestas que nadie me sabía dar.

En las noches que siguieron, Rabbit se me aparecía en sueños, con su pelaje de suave algodón, y me decía que sí, que lo que me decían era cierto, que los conejos viven así, poquito, y que tenía que dejarlo descansar en paz. Otras veces, en cambio, me miraba con ojos sanguíneos cargados de cólera, y me pedía que lo vengase, que investigara, que no me dejase engañar, ¿acaso era tonta? En esos días yo vagaba por el colegio como una zombi, tramaba estrategias para entender qué había pasado, qué preguntas debía formular para hacer que mi familia admitiera la traición. Me carcomía su repentina desaparición, la ausencia de un cuerpo, los tomates redondos y jugosos, la radicheta amarga y fresca. ¿En eso se había convertido mi mascota?

Hoy, treinta años más tarde, sigo pidiéndole al nono que confiese, le digo que ya está, que no tiene sentido seguir ocultándolo, pero no hay caso: con su mezcla de español italianizado, él jura y recontrajura que a Rabbit no se lo comió: “non me lo sono mangiatto e basta, che”. Entonces, una vez más, le pido que me cuente, con la mayor precisión posible, en qué rincón encontró el cuerpo de Rabbit, en qué estado, ¿ojos abiertos o cerrados? Y cuánta tierra tuvo que cavar para enterrarlo, con qué manta lo cubrió, si lo encontró frío o tibio, si se aseguró de darle, como corresponde, un entierro digno.

El nono me mira con ojos cada vez más vidriosos y distantes, apenas si parpadea. No se da cuenta de que, si él no me explica, si no consigo creerle, voy a seguir pensando la muerte como un acto sospechoso, un juego injusto y cruel, en el que cada nueva ausencia me impulsa a buscar —desesperada y en vano— al misterioso culpable para que confiese, para que me revele, con el mayor detalle posible qué ocurrió en verdad, cómo, y en especial por qué, por qué, por qué.


Sobre la firma

Vanesa Diambra

Vanesa Diambra es escritora, farmacéutica de formación y magíster en escritura creativa. Fue finalista y antologada en el concurso de cuentos de Fundación La Balandra (2024), así como en otros certámenes nacionales e internacionales. Su relato “Marcas de un aprendiz” (2014) obtuvo la primera mención en Letras argentinas de hoy. Es autora de “Lo que contienen los cuerpos” (2018), “La Contrafábula” (2020) y” Caramelo de menta” (2023). Vive en Suiza con su pareja y dos hijas gatunas. De Buenos Aires extraña el café en jarrito, las juntadas con amigos, la familia y la adrenalina de lo inesperado .

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